jueves, 30 de julio de 2015

A los trece años nadie es normal



Que sea lento, cuando no hay prisa, es lo de menos. Que sea lento, es lo que hace que pueda disfrutar de esos retazos de vida que se mezclan con el aire -frío, gracias- en el tram. Nadie debería tardar una hora y media en recorrer un trayecto que podría durar media hora. A menos que lleve un buen libro, las orejas muy abiertas y sienta frío en verano.

Ayer volvía de Alicante en ese medio de transporte que detesto cuando dependo de una hora. Pero ayer era un día más del último año, en el que viajo sin reloj y sin teléfono. Tres pubescentes subieron a la altura de Villajoyosa, cada uno con un par de rosas blancas tan grandes como lo habrían sido sus cabezas si éstas no hubiesen sido enormes. Los chavales, con el alboroto de los de su edad cuando hablan de niñas o de su primera resaca, empezaron a hablar de vírgenes y de cómo en algunos pueblos las dejan en una ermita -qué crueldad- y sólo las suben a la iglesia con motivo de las fiestas patronales. Entonces empezaron a recordar escenas épicas como aquella vez que fueron hasta no sé qué pueblo y, a base de estirarse mucho y, tras un gran esfuerzo, consiguieron no sé cuántos claveles y fueron felices por un momento. A esta altura de la conversación -y no es que me ponga yo a escuchar conversaciones ajenas para cotillear, sino para descubrir cuentos- volví a mirar las rosas. Esta vez de forma diferente. Esta vez con la cara de los que consiguen arrancar una flor a una virgen, todavía con asombro porque no logran atisbar lo que hay bajo el manto. Y así fue como tuve que dejar a Carmen Martín Gaite por Terry Pratchett. Por pura coherencia con la realidad. Porque ayer era Santa Marta, y eso lo supe la segunda vez que miré las rosas.

Volvía de ver a mi amiga de la infancia, con la que compartí casi todos esos momentos en los que una amiga es el centro de un mundo que empieza a mostrarse impúdico a las niñas cuando irrumpen las tetas. Después de encontrarnos para perdernos y volvernos a encontrar, estuvimos leyendo las cartas que nos enviamos cuando cambié de pueblo y de instituto, y el diario que escribí desde los ocho años.

El día anterior lloré viendo Inside Out porque aquella niña perdida, aquella niña que quería volver, aquella niña a la que se le hunden las islas y en cuya cabeza Ira, Asco y Miedo toman el control, aquella niña fui yo. Con dos años más. No fue fácil: a nadie le enseñan a soportar insultos en un lugar hostil en el que cualquier día te lanzan una mesa en clase sólo por ser la nueva. Leer mi diario, aquellas cartas que envié desde la nueva casa que nunca pude sentir mía, y ver esa película, fue como un exorcismo. Dónde me quedé cuando me fui hace quince años, me lo explicaron Pixar y las cartas que escribí.

La historia de los niños que viajan de pueblo en pueblo para arrancar rosas a las vírgenes no hizo más que confirmarme la idea con la que volví de leer esas cartas en las que se mezclaban los sueños, las ausencias y los miedos disfrazados de locura y payasada: que a los trece años nadie es normal. Y me trajo una cita de 'Las vírgenes suicidas'. Aquella frase de Cecilia que convertí en actitud durante mucho tiempo: 'Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años'.

1 comentario:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...