lunes, 12 de febrero de 2018

Mercadillo y huerta en los pies (o por qué escribo sobre lo rural)



Me hace reír fuerte la facilidad que tenemos para dar por hecho lo que ha vivido o no la gente antes de escribir algo. Hace unos días escribí en Yorokobu sobre cómo insultamos los manchegos y leo que dice alguien: "Se ha documentado con "José Mota", pero ha olvidado los consejos del Gañán".

Hijo mío, no me seas tripasdehule, que me he documentado con los pies y tengo las piernas llenas de cicatrices de aquellos lugares porque siempre fui tan catacaldos como vuelcasartenes. ¿De dónde crees que saca José Mota lo que dice, si solo un pueblo separa el suyo y el mío? Entiende que no voy a contar mi vida en una revista, pero ¿acaso sabes cuántas veces me ha llamado mi abuela chumiclita o adana o cuántas veces le he dicho carruécano a mi hermano? Yo tampoco. Son incontables.

Esto me apetece mucho contarlo, de paso, por todos aquellos que, además, piensan que los que escribimos sobre el mundo rural solo lo hacemos porque está de moda:

Soy de pueblo y mis veranos y fines de semana transcurrieron en pueblos mucho más pequeños y en la huerta de mi abuelo. Fui muy feliz, pero es que yo solo era una cría: la crudeza se la reservaban para ellos. De pequeña recogí aceituna y ayudé a mi abuelo a limpiar caminos y a mi abuela a hacer conservas. No son falsos recuerdos: hasta lo escribí en un diario que aún guardo. Cuando ya no estaba la burra de mi abuelo, por las tardes dormía la siesta en la cueva en la que había estado. No porque no hubiera habitaciones ni camas, sino por el cariño que le habíamos tenido a la burra.

Para que os hagáis una idea, este fotograma de El Olivo, de Icíar Bollaín, representa exactamente todas las fotos que no tengo: mi infancia con ese flequillo, entre olivos, siempre con mi abuelo (que además usaba una gorra igual). Le perseguía tanto que hasta el día que cavó su tumba yo estaba ahí con mis ojos saltones, haciéndole preguntas incómodas sobre la muerte. Él supo responder con elegancia, con humor, y sin mentir demasiado a una niña de ocho años.



Esto es lo que hacía entre semana, porque iba al colegio y me quedaba en el pueblo, pero los fines de semana y los veranos los pasé levantándome a las 5 de la madrugada para ir de mercadillo en mercadillo con mis padres. Aún recuerdo la música que hacían los hierros al chocar contra el suelo y su olor a herrumbre (tantas veces los alcanzó la lluvia), al montar y desmontar el puesto.

Sé cómo vive y cómo habla la gente en varios pueblos y aldeas muy pequeñas desde que era una niña. Por mi parte no hubo nada heroico en eso porque iba por gusto, pero sí lo hubo por la de mis padres, que lo hacían para darnos de comer. Después de trabajar en los mercadillos de pueblos de Jaén, Ciudad Real y Albacete, por las tardes plantaban su furgoneta abarrotada de comida en aldeas de 4, 6 o 10 habitantes. Lugares en los que la gente no tenía ni una tienda en la que comprar ni muchas posibilidades de salir en pleno invierno a menos que fuera estrictamente necesario.

En varios de esos pueblos tenía alguna amiga anciana que normalmente vivía sola porque estaba soltera o viuda o porque sus hijos se habían ido del pueblo. Una de ellas me llevaba a todas partes con mucho orgullo solamente porque compartíamos nombre. Ellas me llevaban a sus casas y me contaban cómo habían vivido y, sobre todo, cómo se fueron quedando solas. Todo eso, siempre, en un lenguaje que en aquella época era también el mío y que me niego a perder. ¿Cómo no iba a ir a buscar a quienes, veinte años después, han vivido lo mismo?

Al que quiera hablar de moda, le invito a irse de mercadillos por la Sierra del Segura en febrero (no a comprar, sino a estar al otro lado del puesto), porque mis padres pasaban tanto miedo que en los peores días del invierno no me dejaban ir, mientras mis abuelas se quedaban sufriendo.

Mi abuela paterna hasta inventó una palabra para explicar lo que sentía cada vez que mis padres se retrasaban: "sinsolaz". Siempre decía: "Qué sinsolaz tengo de ver que tus padres no han venío, hija mía, con esos nevasqueros que caen por allí". Además de la máquina de coser de mi abuela materna y los hierros del mercadillo, hay otro sonido de mi infancia que recuerdo perfectamente por todo lo que evocaba: el de la furgoneta volviendo a casa. El que acababa con el sinsolaz.

Al que quiera hablar de moda, también, le dejo mi diario rural, que recogió todo esto en tiempo real y está fechado desde 1996.

Por todo esto, me emociona tanto este fragmento que escribió Andrzej Stasiuk en su novela Taksim.


Si un día llegabas tarde porque se había complicado la carretera, siempre había un amigo gitano que
había llegado antes y te había colocado unos hierros para guardarte un sitio. Y que a nadie se le ocurriera moverlos, porque eran portadores de un mensaje muy claro. Allí perdí los prejuicios y quizá por eso me hice antropóloga, porque me crié con gente de Marruecos, de Senegal y del pueblo de al lado. Nos dedicábamos a esperar. A veces, la lluvia; a veces, la nieve. Pero, siempre, la tarde.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

La agonía de los platos


Me entristece diciembre; es el mes de los balances. Me entristece la Navidad; es la fiesta de las ausencias. Estoy escribiendo esto con una sonrisa. Llámenme incongruente.

No sabría (ni quiero saber) si he sido feliz este año o no. Ser feliz es una idea que no concibo porque eso que llaman ser feliz para mí es estar en paz y nace en un punto del cuerpo que no tiene nombre y porque convertir algo efímero en una meta vital es uno de los inventos capitalistas más absurdos.

En paz sí he estado. Por eso no pude sentir rencor ni odio cuando me dejaron el pecho en llamas. Entonces dije "adiós" y pensé "ahora viene lo mejor". De los rescoldos rescaté el amor más puro y sano y completo. Me alegró descubrirlo intacto dentro de mí.

De 2016 nunca olvidaré su otoño. Octubre parecía un mes tranquilo, estable, competo. Hasta que llegó el temblor. Otoño me trajo la mejor noticia de mi vida y pronto me golpeó con la peor (del año, claro). Equilibrarlas no ha sido fácil, pero sí necesario. Sin la mala habría corrido el riesgo de volverme gilipollas porque una no puede cumplir un sueño gratuitamente. Estas cosas siempre tienen precio. Sin la buena, quizá habría vagado por el mundo llorando sin rumbo. Y claro que he llorado, pero he reído mucho más.

Un día dije: "No te preocupes por mí, soy más fuerte de lo que yo misma creo". Juro que lo dije sin pensar. Si alguna vez creísteis que soy débil, frágil, indecisa, tenéis que conocer mi gran descubrimiento: soy fuerte porque fuerte me hago ante la adversidad.

2016 me ha enseñado que lo mejor de tropezar es llegar a caerse y que las marcas de guerra, como las cicatrices de mi infancia, merecen la pena. Que lo bueno de tener un alma omnívora es que nunca sabes cuándo ni quién te la va a alimentar hablando de anhelos, de miedos, de tonterías, de la vida.

También me enseñó este año que si la vajilla se vuelca dentro del mueble lo mejor es abrir la puerta cuanto antes y no prolongar la agonía de los platos. He probado la normalidad de la que renegué y no está tan mal como aferrarse a ella: cualquier día alguien abre la puerta y se hace pedazos la vajilla.

Puede que me aterre diciembre, pero nunca enero, por una sucesión lógica que Chaplin describió a la perfección: "después del caos nacen las estrellas". El dolor es necesario. El miedo es necesario. La duda es necesaria. Sin ellos, en su justa medida, me mantendría viva. Pero yo quiero vivir y para vivir dejo ir.

2017, ven. No me das ningún miedo.

jueves, 30 de julio de 2015

A los trece años nadie es normal



Que sea lento, cuando no hay prisa, es lo de menos. Que sea lento, es lo que hace que pueda disfrutar de esos retazos de vida que se mezclan con el aire -frío, gracias- en el tram. Nadie debería tardar una hora y media en recorrer un trayecto que podría durar media hora. A menos que lleve un buen libro, las orejas muy abiertas y sienta frío en verano.

Ayer volvía de Alicante en ese medio de transporte que detesto cuando dependo de una hora. Pero ayer era un día más del último año, en el que viajo sin reloj y sin teléfono. Tres pubescentes subieron a la altura de Villajoyosa, cada uno con un par de rosas blancas tan grandes como lo habrían sido sus cabezas si éstas no hubiesen sido enormes. Los chavales, con el alboroto de los de su edad cuando hablan de niñas o de su primera resaca, empezaron a hablar de vírgenes y de cómo en algunos pueblos las dejan en una ermita -qué crueldad- y sólo las suben a la iglesia con motivo de las fiestas patronales. Entonces empezaron a recordar escenas épicas como aquella vez que fueron hasta no sé qué pueblo y, a base de estirarse mucho y, tras un gran esfuerzo, consiguieron no sé cuántos claveles y fueron felices por un momento. A esta altura de la conversación -y no es que me ponga yo a escuchar conversaciones ajenas para cotillear, sino para descubrir cuentos- volví a mirar las rosas. Esta vez de forma diferente. Esta vez con la cara de los que consiguen arrancar una flor a una virgen, todavía con asombro porque no logran atisbar lo que hay bajo el manto. Y así fue como tuve que dejar a Carmen Martín Gaite por Terry Pratchett. Por pura coherencia con la realidad. Porque ayer era Santa Marta, y eso lo supe la segunda vez que miré las rosas.

Volvía de ver a mi amiga de la infancia, con la que compartí casi todos esos momentos en los que una amiga es el centro de un mundo que empieza a mostrarse impúdico a las niñas cuando irrumpen las tetas. Después de encontrarnos para perdernos y volvernos a encontrar, estuvimos leyendo las cartas que nos enviamos cuando cambié de pueblo y de instituto, y el diario que escribí desde los ocho años.

El día anterior lloré viendo Inside Out porque aquella niña perdida, aquella niña que quería volver, aquella niña a la que se le hunden las islas y en cuya cabeza Ira, Asco y Miedo toman el control, aquella niña fui yo. Con dos años más. No fue fácil: a nadie le enseñan a soportar insultos en un lugar hostil en el que cualquier día te lanzan una mesa en clase sólo por ser la nueva. Leer mi diario, aquellas cartas que envié desde la nueva casa que nunca pude sentir mía, y ver esa película, fue como un exorcismo. Dónde me quedé cuando me fui hace quince años, me lo explicaron Pixar y las cartas que escribí.

La historia de los niños que viajan de pueblo en pueblo para arrancar rosas a las vírgenes no hizo más que confirmarme la idea con la que volví de leer esas cartas en las que se mezclaban los sueños, las ausencias y los miedos disfrazados de locura y payasada: que a los trece años nadie es normal. Y me trajo una cita de 'Las vírgenes suicidas'. Aquella frase de Cecilia que convertí en actitud durante mucho tiempo: 'Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años'.

martes, 23 de junio de 2015

Siempre quise un año en el que el verano nunca llegase


Tengo una joya rectangular de preciosa cubierta e interior descomunal en las manos. No he podido soltarla desde hace un par de días salvo para lo más humanamente justo y necesario. Reconozco que fue uno de esos libros de los que me suelo encaprichar por la portada. Pero tengo la suerte de que pocas veces, si no ninguna, me ha traicionado esta especie de intuición literaria basada en una mera ilustración que me dice "eh, tú, ven un momento". Es casi como Clara intentando seducir a Byron; yo pensando si no tiraré el dinero en un autor que todavía no conozco y su libro diciéndome: "ya lo veremos".

El título, que habla de un año sin verano, no pudo ser más cautivador cuando el verano estaba entrando por la ventana en su propia víspera. Lo hizo, como suele ser, sin modales: volcando un ventilador que si andase renquearía como Byron en una casa en la que la estación generalmente deseada nunca es bienvenida. También llegó con un niño que hacía por veinte gritando en la piscina como si nunca hubiese visto el agua y con gaviotas que juegan a ser bebés hambrientos. El resumen del inicio de este verano podría resumirse en gritos y a mí me apetece hacer sonar a toda hostia 'Enjoy de silence'. Siempre podría haber algo peor. Siempre podría resumirse en olores.

Llevo dos días sin bajar a la piscina por miedo a que el niño al que su madre no ha dicho que nadie tiene que responderle desde Madrid, en uno de sus arranques de lanzarse al agua como una polilla contra un cristal, moje el libro.

Si todavía escribiese reseñas esta acabaría siendo una declaración de amor. Si todavía escribiese ficción dejaría de hacerlo porque ante autores como este, seguir escribiendo es casi como perder el tiempo o jugar a ser Dios con las manos llenas de barro.

Me declaro enamorada de esa cadencia caribeña de William Ospina, de la forma en la que habla de Shelley y, por tanto, de Shelley: de su oscuridad, de su silencio y de cualquiera de sus ausencias. Podría transcribir entero un capítulo que le dedica a un hombre al que siento haber conocido y al que, en cierto modo, encuentro en mí misma por razones diversas.

Es subrayable de principio a fin, pero me voy a quedar con esto:

"El modo como al contacto de unas manos luminosas una muchacha asustada hunde los pies en la tierra como raíces y ve brotar hojas en su pecho y ramas de sus brazos es también una historia muy antigua.
¿Seríamos capaces de controlar nuestro propio poder? ¿Qué pasaría si descubriéramos cómo producir la vida en laboratorio? ¿Terminaría pareciéndonos sucio y obsceno el método tradicional? ¿Renunciaríamos al contacto sexual? ¿Sería derrotado Macbeth por el hombre que no nació de mujer? Son preguntas aún más apasionantes que las que se hacían Shelley y Polidori. ¿Fabricaríamos un ejército de seres artificiales, sin memoria y sin alma, para proveer de repuestos a nuestros cuerpos fatigados? No era ella quein estaba fabricando el monstruo: era la época, la vasta colmena de laboratorios y de FACTORÍAS que comenzaba a levantar sus humaredas sobre llanos de carne macerada, sobre la carnaza sacrificada de la juventud europea; unos ojos almendrados de dieciocho años estaban viendo morir una época y nacer un mundo."

viernes, 22 de agosto de 2014

El pez es el único pensamiento del pez


"Al principio un poco irreconocible, poco después la sala de estar recuperaba su antigua posición teniendo como centro la flor. El espíritu era el viento, el noroeste soplaba con insistencia, frenado por los edificios de la calle. 

La habitación estaba repleta de jarrones, bibelots, sillas y tapetitos de ganchillo, y en las paredes de papel floreado se amontonaban láminas recortadas de revistas y de antiguos calendarios. El aire sofocante y puro de los lugares siempre cerrados, el olor de las cosas. Pero dentro de poco comenzaría la subasta y los objetos serían expuestos. Nada impediría que la puerta se abriese; el viento anunciaba puertas bruscamente abiertas de par en par. 

Frotando más lentamente los zapatos, la soñadora examinaba con placer su fortaleza, no espiándola sino mirándola directamente; se preparaba para estar ante las cosas con lealtad. Insistiendo en posarse como sobre la colina del pasto, así miraba ella. En esta muchacha, que de sí misma sabía poco más que su propio nombre, el esfuerzo de ver era el de exteriorizarse. El albañil construyendo la casa y sonriendo de orgullo. Todo lo que Lucrécia Neves podía conocer de sí misma estaba fuera de ella: ella veía.

El valor, sin embargo, era decidirse a comenzar. Mientras no empezase la ciudad seguiría intacta. Y bastaría empezar a mirar para romperla en mil pedazos que no sabría juntar después.

Era una paciencia de construir y demoler y construir otra vez y de saber que podría morir un día exactamente cuando, al construir, hubiera demolido.

En medio de su ignorancia sentía sólo que necesitaba empezar por las primeras cosas de S. Geraldo -por la sala-rehaciendo así toda la ciudad. Al mirar había plantado ya la primera estaca de su reino: una silla. Alrededor, no obstante, continuaba el vacío. Ni ella misma podía acercarse a ese campo creado que una silla había hecho inabordable. Nunca había podido sobrepasar la serenidad de una silla y dirigirse a las segundas cosas.

Aunque, mientras mirase, ¿llegaría un tiempo que un día se llamaría de perfeccionamiento? Aquellos largos años que pasaban a través de momentos dispersos; a través de raros instantes Lucrécia Neves poseía un solo destino. Como era lenta, las cosas, a base de ser fijadas, adquirían su propia forma con nitidez; era lo que a veces conseguía: alcanzar el propio objeto. 

Y fascinarse. Porque ahí estaba la mesa, en la oscuridad. Elevada sobre sí misma por su falta de función. Las otras cosas de la sala, devoradas por su propia existencia, mientras que lo que por lo menos no era macizo, como la mesita hueca de tres patas -no poseía, no daba-, era transitorio, sorprendente, posado, extremo.

Señales de telegrama. Eso era la forma alzada de la mesita. Cuando una cosa no pensaba, la forma que tenía era su pensamiento. El pez era el único pensamiento del pez. Qué decir entonces de la chimenea. O de aquella lámina de calendario que el viento estremecía...Ah, sí, Lucrécia Neves lo veía todo.

Aunque nada diese de sí más que la propia claridad incomprensible. El secreto de las cosas estaba en que, al manifestarse, se manifestaban iguales a sí mismas." 

La ciudad sitiada
CLARICE LISPECTOR

miércoles, 18 de junio de 2014

Dónde estoy cuando no estoy


Puede parecer que he muerto, que he olvidado escribir o que, en el peor de los casos, he abandonado este blog. Pero no. Ninguna de las anteriores es correcta.

Desde que vine a vivir a Armenia, mi tiempo, mis energías y mis desvelos, se han centrado y se centran en escribir sobre personas increíbles en un país increíble. Cuando termine lo que tengo entre manos, volveré a dar vida al pequeño cronopio.

Mientras tanto:

El making off de lo que estoy haciendo: cuadernoarmenio.wordpress.com 

Y una página de Facebook: https://www.facebook.com/cuadernoarmenio

También ha nacido un hermano: cuadernogeorgiano.wordpress.com




viernes, 28 de marzo de 2014

Cómo nos hace la historia

Norman Duenas

"¿No te das cuenta de que si nos hacemos deshaciéndonos en la historia no podremos al mismo tiempo contarla? ¿Qué es entonces el contar el que nos cuenta? Si acaso fuéramos un punto testigo detenido en el suceder...Nunca seremos ese punto y no nos queda más remedio que ser un suceder que se cuenta. No podemos decir: yo soy, yo existo, yo fornico, yo me escarbo los dientes. Lo único que nos es permitido decir es: yo sucedo. Al suceder existo y al suceder me hago historia, pero me hago historia deshaciéndome en ella. Ya todo esto sería bastante cabronada, pero hay más: para contarme de lo único de que soy dueño es de mi propia transitoriedad. Y entonces, ¿qué instante escojo para contarme?, ¿cómo le pido al ojo que se mire? ¿Cómo toco el tacto? ¿Y no te das cuenta de que somos hijos de nuestros hijos? Hacemos historia y esa historia que hacemos nos hace. Por eso lo que ahora quiero, es eso: meterme dentro del mecanismo de esas ruedecillas dentadas, dentro del engranaje. Y por eso ya lo único que me interesa es el Tiempo. Ustedes creen que el Tiempo, como el Espacio, son simples cualidades de la materia. ¡Ya no hay materia! ¡Todo es energía! Einstein vio en el Tiempo una cuarta dimensión. Otro balbuceo. Porque es mucho más. Mucho más. Así como el espacio no es un simple recipiente de la materia, el Tiempo...Por eso el problema no es matemático ni físico. Por eso Einstein se quedó corto. ¡El tiempo es la energía de la eternidad!

[...]

Y el tiempo me interesa porque se engarza con el otro problema, el del idioma. El que hemos hecho los hombres y que nos hace hombres, el que nos piensa ocultamente cuando creemos arrogantes que lo estamos utilizando para pensar. Pero es un instrumento tosco, impreciso. Desde el momento en que se articuló y vertebró perdió toda eficacia para reflejar la fluidez del suceder. Se arrastra, a penas, tratando de alcanzar, de dar la ilusión del presente. Horrible espejismo. No lo alcanzará jamás. Sólo como pasado: ido, seco, muerto ya."

Fragmento de Te acordás, hermano (Joaquín Gutiérrez)




sábado, 8 de marzo de 2014

No necesitamos flores

Me tembló algo por dentro cuando varios agentes de policía me pararon en el centro de Yereván, la capital de Armenia. Quién no se inquieta cuando la policía le interrumpe sin razón aparente. Sin la menor explicación, uno de los agentes se dirigió al coche, volvió con una rosa gigante y se dejó la seriedad en el maletero. Yo iba a trabajar y era ocho de marzo, como hoy. A veces no sabes si es peor que te detengan o que te regalen una rosa de tu tamaño. No es ingratitud. Nunca sé qué hacer con las flores. Y no es que las deje morir: me las entregan muertas.

El ocho de marzo, el mundo se vuelve tan rojo y tan rosa que por momentos parece San Valentín. Tan rojo y tan rosa que resulta difícil aceptar una flor sin cuestionarse si un tapiz no estará ocultando la realidad. Las rosas no nos han traído donde estamos, que tampoco es Jauja. Fueron mujeres; reales y ficticias. Por supuesto, las princesas Disney quedan descartadas en la segunda categoría, en la que sí entraría la Maga de Julio Cortázar. 

Si hoy vivimos en relativa igualdad es gracias a mujeres que se enfrentaron a su tiempo y que, entre todas, y poco a poco, hicieron y hacen que el mundo sea algo mejor y menos rosa. No lo hicieron con flores: lo hicieron con palabras y con acciones. De todas ellas, quizá las más infravaloradas sean las rockeras. Mujeres que se lanzaron de cabeza a un mundo de hombres y lo hicieron suyo. 

Pienso en Janis Joplin, quien tuvo que soportar que la conociesen como “el chico más feo del instituto”. Decía Joplin que todas las noches hacía el amor con miles de personas y se iba a casa a dormir sola. Pienso en Nancy Sinatra y en sus ansias de volar sola cantando “These boots are made for walking”. Pienso en Patti Smith, tan alejada de los cánones femeninos. De la “madre del punk” y miembro del movimiento musical feminista Riot Grrrl, se ha dicho que alguna vez ha lanzado compresas al público en sus conciertos. Pienso en Las Vulpes y en la irreverente escena que protagonizaron en TVE versionando “I wanna be your dog”. Tan suya hicieron la canción de los Stooges que “Me gusta ser una zorra” provocó el suficiente revuelo como para acabar con “Caja de ritmos”, el programa musical más importante de la Movida. Emitido en horario infantil, el debut de las bilbaínas supuso una oleada de críticas que llevaron al presentador, Carlos Tena, a abandonar el programa. 

Pero lograr una igualdad real no es solamente asunto de mujeres. Y si hablamos de rock, no podemos olvidar que Kurt Cobain no aceptaba entre su público a quien no respetase a mujeres y homosexuales. Si bien criticó el machismo en varias ocasiones, “Very ape”, “Territorial pissing” e “In bloom” son algunas de las canciones de las que Cobain se valió para lanzar sus alegatos feministas. 

No necesitamos flores: necesitamos que sigan existiendo mujeres (y hombres) capaces de lograr que el día de la mujer deje de tener sentido. Necesitamos que todos los días se conviertan en el día de las personas. Y que las rosas y el rosa dejen de tener sentido. 

Columna para M'Sur

viernes, 25 de octubre de 2013

El amor es morder sin motivo


La lla­ma­ban Blan­ca­nie­ves y estaba loca. La cono­ció en el mani­co­mio al que él no llegó por loco, sino por cuerdo. No es que él la recor­dase, es que no la había olvi­dado: “Los recuer­dos son invo­lun­ta­rios. Sólo los olvi­dos son volun­ta­rios”, escribe Manuel Arranz. No es que él qui­siera escri­bir “una his­to­ria sen­ci­lla, un idi­lio, un relato de un cen­te­nar de pági­nas” (que se queda a mitad de camino); es que ella no le dejó otra opción por­que no pode­mos expre­sar real y com­ple­ta­mente los sen­ti­mien­tos. Eso se lo enseñó Witt­ges­tein y él encon­tró en tal impo­si­bi­li­dad la razón de la exis­ten­cia de la escri­tura.  Los sen­ti­mien­tos cobran su máxima expre­sión cuando se escri­ben. La escri­tura es algo que ocu­rre tarde. Quizá por eso él dio a Blan­ca­nie­ves por muerta durante tanto tiempo. Quizá por eso él nece­sita escri­bir su his­to­ria de amor con Blan­ca­nie­ves. Su única his­to­ria de amor.

Por­no­gra­fía (Peri­fé­rica) no es un libro sobre por­no­gra­fía. Es un libro sobre las his­to­rias de amor que son his­to­ria, sobre la vola­ti­li­dad de la feli­ci­dad (o la incons­tan­cia de los feli­ces) y la per­ma­nen­cia de la infe­li­ci­dad (o la cons­tan­cia de los infe­li­ces), de la sole­dad que se esconde bajo la nece­si­dad de socia­bi­li­zar, como si de una más­cara que nos cubre durante toda la vida se tra­tase. “Esta­mos siem­pre solos”, escribe Arranz.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Lo de dentro y lo de fuera

Imagen: Fernando Vicente 

"Quizá para vivir dentro hay que vivir fuera", dice Javier Cercas. Yo sólo siento o digo que pertenezco a esa cosa abstracta que llaman España cuando estoy fuera, entre otras cosas, porque no encuentro una razón para sentirme española en España y porque no me apetece dar la brasa a alguien que acabo de conocer explicándole por qué odio todas las banderas o por qué me asustan verbos como "pertenecer". A un armenio le tengo que decir que soy española, pero no tengo la necesidad ni tiene sentido que haga lo mismo con alguien de Madrid, por ejemplo. Es como si le recordase que soy bípeda. 

Una sensación nueva que tiene que ver mucho con lo que cuenta Cercas, me ha quitado el sueño durante las últimas semanas: hace un par de días dije a alguien que he empezado a ver desde fuera lo de dentro antes de salir. Exactamente así. "Dame millas y millas de montañas y yo te pediré el mar", canta Damien Rice. Después de siete meses he tomado conciencia de que mi estancia en Armenia es una etapa que se acerca a su propio final. Armenia ya no es el país del que un día me enamoré a primera vista, en el que me quedo y en el que me quedaré. Armenia ahora es ese país que pronto volverá a estar lejos. 

Etapa es una palabra peligrosa, pero no podemos evitar dividirnos la vida. Y ahora, ¿qué viene? Querer saber qué va a ser de tu vida a corto plazo es otro peligro, porque esto que me pasa no es un síndrome de Ulises ni nada que se le parezca remotamente. Y eso que, como Rice, yo también he pedido que me traigan el mar, literalmente y con todas sus consecuencias. Ni siquiera puedo decir que tengo "un lugar al que volver", sino que más bien es una necesidad repentina de encontrar mi sitio porque vivo en una sociedad que me dice que, por mucho que me sienta nómada y quiera serlo, encontrar el propio sitio es una meta que todos hemos de lograr. Supongo que al final encontrar el propio sitio no es más que encontrar el equilibrio entre lo de dentro y lo de fuera y no sentirse lejos de ningún lugar. Pero para eso el mundo tendría que tener el tamaño de un mapa. 

***

En uno de los mejores diálogos de Martín (Hache) se habla de esto: 

"Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso, es un verso. No se extraña un país; se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañás si te mudas a diez cuadras. El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país es un tarado mental, la patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués, una estadística, un número sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente, tu país son tus amigos y eso sí se extraña, pero se pasa."




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